- ¿Y me van a dejar acá abandonado?
- No, abuelo. Estamos todos acá, te vinimos a visitar.
- Llevame a mi casa, nena. Dale.
- Estás en tu casa, abuelo. Te vinimos a visitar a tu casa. ¿Sabés quién soy?
- Si, nena. Pero llevame a casa.
- Es tu casa. Fijate esa biblioteca, ¿la reconocés?
- Si, es mía.
- ¿Querés ir al comedor?
- Bueno, dale.
- ¿Ves? Acá están tus discos de Gardel. Tu aparador. Las fotos de la abuela y de nosotros…
- Si, si. Llamá a tu hermano. Quiero que me lleve a mi casa de la calle X. Yo le pago la nafta. Por favor.
Hermano: - Estamos en tu casa de la calle X. Salgamos. ¿Ves? ¿De quién es esa casa de al lado?
- Del papá de Sebastián.
- Claro, ¿y aquella otra?
- De Mirtha
- Bueno, y entonces ¿ésta casa de acá, a la que estamos entrando ahora con tus llaves, de quién es?
- Creí que en vos podía confiar. Nunca me imaginé una traición así ¡Por qué me hiciste ilusionar que me ibas a llevar a mi casa! Llamá a tu hermana.
Yo: - Abuelo, mirá. Esta es tu cocina. ¿Dónde está el baño?
- Allí
- ¿Y cómo sabés que está ahí? Porque estamos en tu casa.
Así pasaron las casi cuatro horas que estuvimos de visita.
Por qué no lo llevábamos a su casa era la única cuestión que repitió y repitió hasta el infinito. Ninguna otra. Yo intentaba sacarlo de tema y volvía a eso. Seguía con lo de que lo llevemos a esta mismísima casa donde estábamos.
No preguntó otra cosa. Nada.
Ah, perdón. Hubo una única excepción y que me preguntó sólo a mí:
- Nena, ¿vos tenés novio?
- No, abuelo. No tengo.
- ¿Y por qué no tenés novio?
- No, abuelo. Estamos todos acá, te vinimos a visitar.
- Llevame a mi casa, nena. Dale.
- Estás en tu casa, abuelo. Te vinimos a visitar a tu casa. ¿Sabés quién soy?
- Si, nena. Pero llevame a casa.
- Es tu casa. Fijate esa biblioteca, ¿la reconocés?
- Si, es mía.
- ¿Querés ir al comedor?
- Bueno, dale.
- ¿Ves? Acá están tus discos de Gardel. Tu aparador. Las fotos de la abuela y de nosotros…
- Si, si. Llamá a tu hermano. Quiero que me lleve a mi casa de la calle X. Yo le pago la nafta. Por favor.
Hermano: - Estamos en tu casa de la calle X. Salgamos. ¿Ves? ¿De quién es esa casa de al lado?
- Del papá de Sebastián.
- Claro, ¿y aquella otra?
- De Mirtha
- Bueno, y entonces ¿ésta casa de acá, a la que estamos entrando ahora con tus llaves, de quién es?
- Creí que en vos podía confiar. Nunca me imaginé una traición así ¡Por qué me hiciste ilusionar que me ibas a llevar a mi casa! Llamá a tu hermana.
Yo: - Abuelo, mirá. Esta es tu cocina. ¿Dónde está el baño?
- Allí
- ¿Y cómo sabés que está ahí? Porque estamos en tu casa.
Así pasaron las casi cuatro horas que estuvimos de visita.
Por qué no lo llevábamos a su casa era la única cuestión que repitió y repitió hasta el infinito. Ninguna otra. Yo intentaba sacarlo de tema y volvía a eso. Seguía con lo de que lo llevemos a esta mismísima casa donde estábamos.
No preguntó otra cosa. Nada.
Ah, perdón. Hubo una única excepción y que me preguntó sólo a mí:
- Nena, ¿vos tenés novio?
- No, abuelo. No tengo.
- ¿Y por qué no tenés novio?
...
...
- Abuelo, llevame a mi casa.