Hablaba divertida, sonriente, mirándome de reojo mientras sus manos no se distraían ni un segundo en lavar los platos. Yo le miraba las manos y no los ojos: mojando su esponja en un tachito que contenía detergente y agua (para ahorrar) luego fregaba los vasos por todo el perímetro donde se posan los labios, luego todo el interior dando una o dos vueltas, luego por fuera con la misma intensidad, y finalmente la base. El mismo metodismo ponía en depurar de todo rastro maligno los cubiertos, tanto del extremo de contacto con la comida, como del mango. Y los platos, cacerolas, recipientes de todo tipo: borde, interior y exterior.
Terminaba lavando rápidamente la pileta y la mesada. Secaba todo y nada la había interrumpido de nuestro diálogo de cosas importantísimas e imprescindibles, trágicas ó exultantes.
No teníamos más de 9 años.
Yo jamás había lavado los platos más que para jugar a que colaboraba en mi casa. Ella, anteúltima de cuatro hermanas mujeres, tenía un calendario de quehaceres domésticos inquebrantable. Todas hacían todo en esa casa que el padre había abandonado y donde la madre trabajaba y, cuando volvía, supervisaba. Lavaban la ropa, limpiaban y en-ce-raban los pisos, hacían las camas, limpiaban los muebles con lustramuebles y el baño con lavandina.

Nunca más, hasta el día de hoy, pude lavar los platos de otra manera. Y más de una vez, mientras lavo automáticamente, me viene esa foto a la cabeza.