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martes, 2 de noviembre de 2010

Ni 10% de consideración

Hay toda clase de infructíferos debates en torno de esta cuestión, y en general nadie cambia de parecer sino que, cada uno, termina autoargumentando la postura que toma frente a ella.

La propina.

Que si dejás o no. Que si es obligatoria o no. Que si tengo, dejo. Que si te cobran cubierto no tenés que dejar (o si, porque es aparte). Que el que gasta $500 en una cena y no pone $50 es un rata. Que por un café que me cobran fortuna no voy a dejar. Y así, hasta el infinito.

Pero hay una postura que resalta entre todas ellas: la del que pone "en proporción a la atención recibida por el mesero".

La verdad que no tiene desperdicio.

Sentado ahí, ciudadano anónimo e impune, extasiado de esta oportunidad que le brinda la vida, por fin puede evaluar cuan servil es la servidumbre destinada a atenderlo. Cuan rápido, solícito, amable, sonriente es el uniformado que le ha tocado en suerte. ¡Y vaya si no son jugosos sus argumentos!

Este personaje, en general, no suele ver más que ese mísero poder que el destino le dio en suerte de ejercer, y no lo va a desperdiciar. No vayas a intentar sacarlo de ese lugar de privilegio, pues lo defenderá con uñas y dientes. Podrás sugerir "bueno, tardó en venir pero porque el dueño del lugar pone 2 mozos para 20 mesas" y te responderá "no es mi culpa". Podrás decirle "está serio porque es un trabajo agotador y son las 2 de la mañana" y te dirá "y yo qué tengo que ver". O por ejemplo "no seas así, ganan dos mangos porque el restaurante calcula lo que sacan de propina, y lo restan del sueldo" y te afirmará "ese no es problema mío".

Pero lo ideal es no indignarse y seguir con la sucesión del diálogo, ya que tarde o temprano, les juro, pónganlo a prueba, florece ese abominable hombre de las antípodas esclavistas: "le pagan para que me sirva, y no le voy a dar propina si no me atiende bien".

Lo maravilloso de todo ésto es cómo, cual lucha por defender ese patético lugar de ejercicio del poder, el tipo no duda en quedar absolutamente expuesto. Como si estuviera en la lucha por ejercer un derecho propio, y no en el lugar del amo sancionador.

La parte más triste es cuando, por este motivo que se estandarizó más de lo que a veces imaginamos, ves meseros ajetreados, con ojeras, con trescientas mesas para atender y que fuerzan una sonrisa, agotada y servil, intentando conquistar al posible cliente "exigente".

Y todo por dos mangos. Dos mangos que hacen a la diferencia de su salario. Que se aprendió a ganar y defender del modo que la experiencia se lo enseñó: actuando amabilidad ante los seres más despreciables.

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